Hay libros que guardamos cerca por su significado. Otros, para recordar y releer frases marcadas. Algunos, por su experiencia de lectura. Pero cuando todas las anteriores se concentran en un mismo libro, se genera una especie de lazo, una marca profunda con ese objeto que conecta tiempo y espacio, personas y lugares.
Hay algo llamativo en leer un libro subrayado por otra persona. La inexorable posibilidad de adentrarse en la mente de alguien, de seguir su hilo de pensamiento, hoja a hoja. Cuando presto libros míos subrayados, con notas, siento que les doy un pedacito mío, también.
Cuando leo a Clarice, también leo a mi abuela, latente en sus expresiones, en sus idas y vueltas, en su profundidad. En su autenticidad característica.
Quizás por eso describen a Clarice Lispector como una escritora más allá del lenguaje. De hecho, ella llegó a reconocer que utilizaba «la palabra como cebo para captar la entrelínea, algo que está más allá del lenguaje». Es inevitable pensarlo cada vez que un párrafo me obliga a frenar en seco a reflexionar.
Como explica su traductora, Elena Losada: «Cuando uno se acerca a uno de sus textos produce una extrañeza parecida a la que provocan Kafka o Pessoa». En su sensibilidad tan transparente, a veces seca, comparte una visión de la realidad distinta. Nueva, cada vez.
Hace poco Benjamin Moser publicó una biografía de Lispector, donde explicita que jamás se logrará desvelar el misterio de esta reconocida autora. Porque ella es un enigma en sí. En si misma y en su literatura. Quizás esa inquietud latente hace que su voz sea inmortal.
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