Ayer se cumplieron 2 años desde que empecé este blog. En estos 2 años escribí mucho. Pero todo terminaba, siempre, bajo la sección «Borrador». Asi que: escribí, guardé un borrador, cambié algo del diseño, corregí el borrador, cambié la cabecera, revisé el borrador, pensé en publicarlo, me arrepentí, cambié algo más.

Este círculo vicioso duró más de un año, fuertemente influenciado por mi censor interno. El censor es esa voz que vive en nuestras cabezas, que mira nuestro trabajo con los ojos ligeramente entrecerrados, la nariz fruncida, y la cabeza levemente inclinada. Es la que juzga peyorativamente todo lo que hacemos, y nos mira, incrédula.

¿Eso vas a publicar? ¿Quién te va a leer? ¿Qué van a pensar? ¿Eso es escribir? ¿A eso le decís arte? ¿Para qué te gastás?

A veces habla de forma indirecta, en dudas e inseguridades. Otras veces, lo hace fuerte y alto. En su meticuloso afán por hacernos sentir pequeños, es fácil ceder.

Hasta que empecé a prestarle atención. Y empecé a pensarla como un ser ajeno a mi. La imagen que se me vino a la mente fue la de ambas sobre una montaña. Esta, separada de otra montaña por un precipicio. La única forma de alejarme de ella, era saltar. Para demostrarle que no la necesito, para demostrarme que no la necesito. Implica un riesgo, claro, alejarnos de lo seguro. Un salto de confianza siempre es eso – animarse, sin tener un resultado asegurado. Pero la esencialidad está en animarse, en hacer algo por nosotros mismos. Saltar es un acto liberador, porque aunque implica segundos eternos de esperar a caer o aterrizar, son los segundos más liberadores existentes, los únicos que se viven con real intensidad. Son segundos de ser jefes de nuestras vidas. De no ceder ese derecho al «qué diran» de nuestro censor.


Dar el salto es animarse a ser uno mismo. Es elegirse; sobre cualquier voz que pueda decir que no valemos, que vamos a fracasar, que no estamos listo, que nunca lo vamos a estar. Puede ser un salto mental, como una acción concreta; aunque muchas veces, son las dos. No tiene que ser un salto olímpico, ni un clavado perfecto. Tiene que ser el simple impulso de una pierna tras otra, hasta que los pies empiezen a despegarse del piso, y solo quede una opción posible: volar.


Además del censor interno, existe también uno externo. Que consiste en la acción que necesariamente se encarga de hacernos sentir peor, menos, pequeños. La comparación.

Compararnos con los demás, en todos los sentidos. Sentir que tenemos que parecernos a los demás para lograr aprobación. Compararnos en logros, posesiones, gustos, cualidades. La lista es infinita; la capacidad de hacernos sentir mal, también. Porque cuando perdemos la capacidad de valorarnos por lo que somos, de reconocernos por lo que nos diferencia de los demás, nos perdemos a nosotros.

Hay una frase de Emma Watson que cada tanto vuelve a resonar en mi mente,

«Don’t feel stupid if you don’t like what everyone else pretends to love».

Sabemos que somos todos diferentes, y sin embargo, muchas veces nos sentimos cómodos pareciéndonos a los demás. Pero hay algo que nos hace únicos, que nos diferencia esencialmente de otros; ahí está nuestra riqueza. En ser quienes somos.
Aunque todavía no lo sepamos del todo, aunque estemos un poco perdidos; démosnos la oportunidad de explorarnos. De abrirnos caminos nuevos.
Por eso, mirá las peliculas que te interesen, escuchá la musica que te inspire, leé los libros que te llamen, rodéate de las personas que te motiven.


Tomate el tiempo de descubrirte, reconocé las cualidades que te diferencian esencialmente de los demás.
El camino propio se hace de a un paso a la vez. Está bien no saber exactamente hacia donde vas. Solo seguí dando pasos.